Por: Cristian Julián Díaz Álvarez
Decano Nacional de Ingeniería y Ciencias Básicas
Areandina
El constante problema de las inundaciones en las ciudades capitales en el país nos obliga a recordar que no son un fenómeno natural catastrófico o castigo divino, sino el producto de un complejo proceso de construcción social del riesgo que, tarde o temprano, se manifiesta en un desastre.
Es decir, el diseño urbano, su ubicación y forma de expansión en zonas no aptas para el masivo asentamiento humano, junto con las condiciones de marginalidad y pobreza, infraestructura deficiente, educación, control social, y la escaza percepción del riesgo, entre otros, exacerban el riesgo de la población altamente vulnerable.
Al analizar la hidrología urbana, es importante considerar que el agua no solo entra por precipitación, como si ocurre en áreas rurales, sino que también ingresa por red de acueducto; siendo éste uno de los retos que tienen las grandes ciudades. Así mismo, hay que tener en cuenta que el agua lluvia, al no infiltrarse, se vuelve en correntía, lo que conlleva a construir infraestructura hidráulica con el fin de evacuar el agua, lo que ocasiona el aumento de la velocidad de flujo y por ende ocasiona la magnitud del desastre.
La tecnocracia dominante, que busca “controlar” el ciclo natural del agua con la intervención masiva de obras civiles (pozos, zanjas, canales, tuberías, farillones, muros de contención, lagos artificiales y demás artificios) trata de regir algo ingobernable.
La forma superficial juega un papel fundamental en la inundación del terreno, para casos de sabanas y valles, como Bogotá, Valledupar, Montería, entre otras, los suelos quedan cubiertos de agua por falta de pendientes que favorezcan el desagüe; pero paradójicamente, las zonas de montaña, en la cual están ubicadas muchas ciudades y pueblos, conforma una fisiografía que favorece los derrumbes en algunas localidades y los desbordamientos en otras cuando llega la época de lluvias.
Problema que se agrava por la forma como está concebido el sistema de alcantarillado, que en algunos casos es insuficiente para evacuar el agua, y otras su diseño provoca que fluya como un torrente, provocando desastres a su paso. Adicionalmente, muchas de nuestras ciudades han deteriorado o rellenado áreas que realizaban una regulación natural a las inundaciones y deslaves; hablo de los humedales y las madres viejas de los ríos, las rondas hídricas, ciénagas, caños y algunos ecosistemas estratégicos. La causa prima del problema es sencilla: las ciudades en Colombia han crecido y se expanden en áreas que no eran y no son aptas para el asentamiento humano sostenible y definitivo.
Veamos dos ejemplos: Barranquilla se inunda por estar ubicada sobre el delta de inundación del Río Grande de la Magdalena, cuyo caudal medio aproximado es de 8000 m3/s ¡No hay infraestructura que rija el flujo de tanta agua en tan corto tiempo!; y Bogotá, colapsa por el hecho de estar ubicada sobre una laguna, cuyos rellenos han hecho que barrios enteros sufran de inclinación de sus viviendas y que en el occidente establezca una gran barrera para luchar contra las crecidas de su contaminado río.
El dragado y la fortificación de farillones en el cauce de los ríos urbanos, la instalación de grandes motobombas, el aumento de la capacidad del alcantarillado urbano y los emisores de gran caudal, no serán suficientes medidas para los planificadores urbanos. Se requerirá repensar el modelo de crecimiento para no urbanizar los desastres, prestando atención a propuestas bioclimáticas y biomiméticas, la ecología y el metabolismo urbano.
Si continuamos administrando las ciudades, pueblos y demás asentamientos humanos como sistemas inertes y aislados de la naturaleza, seguiremos siendo unos damnificados por su rigurosidad y certeza. Habrá que preguntarnos por qué nos cuesta aplicar el sentido común en nuestra diaria relación con la madre Tierra.
Considero que necesitamos una respuesta urgente para no desencadenar un colapso progresivo de nuestras ciudades ante los actuales escenarios de variabilidad y cambio climático; ya que este vital asunto no puede delegarse a las próximas generaciones, que esperan un futuro de bajo riesgo.
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