A principios de 2020, un virus nocivo para la salud y la vida de la humanidad (SARS-CoV-2) obligó al mundo entero a resguardarse en sus hogares. El comercio se derrumbó y con ello la economía; las necesidades básicas dejaron de cubrirse en muchas familias, pánico colectivo, desconcierto y angustia. Hoy llama particularmente la atención los efectos psíquicos individuales de los que apenas empezamos a tener indicios, pero también resulta inquietante reflexionar sobre las secuelas colectivas que emergieron de una obligada convivencia 24/7.
Mientras la mayoría de los padres y madres hacían esfuerzos por asegurar la existencia física de sus familias manteniendo protocolos de bioseguridad, asegurando un techo, comida y estudio (dentro de las posibilidades de cada uno), el bienestar psíquico comenzaba a resquebrajarse. En convivencia obligada, comenzaron a exacerbarse las dificultades para reconocer y expresar las emociones, la mayoría de ellas eclipsadas por un enorme pánico frente a lo desconocido y la impotencia de no poder ejercer control sobre ellas como se creía hasta ese momento.
Para Diana Maritza Pulgarín Osorio, profesional de familias del área Orientación y Permanencia Estudiantil de Areandina seccional Pereira, “En muchos casos, aquellos “proveedores” del hogar, usuales “salvadores” se encontraron con que uno no era suficiente y que solo con la ayuda del otro o ayudando al otro, según fuera el caso, podrían seguir caminando adelante en un mundo desconocido y colapsado que se venía abajo”.
Muchas familias se encontraron con profundas faltas y vacíos en su propia historia que incrementaron el miedo a no ser buenos padres, madres, esposos, hijos, parientes, jefes, empleados. El miedo al fracaso, al dolor, la enfermedad y la muerte, hicieron mella en los roles preestablecidos y la imagen que cada uno había construido hasta ese momento.
De acuerdo con la profesional Pulgarín, “este tiempo permitió a su vez, con amor o con dolor, encontrar grandes fortalezas y habilidades internas que admitieron hacer frente a los cambios, necesidades y situaciones que se presentaron en esta nueva realidad e incluso, en aquellos casos donde con gran esfuerzo pudieron mantenerse a flote emocional y psíquicamente, pudo representar una oportunidad de hacer las cosas distintas, encontrar estrategias, cambiar los modos y fortalecer las relaciones”.
El periodo de confinamiento también permitió a algunos dilucidar en lo cotidiano, lo fundamental de lo superfluo, lo necesario de lo accesorio, y al amigo o hermano del que solo acompaña en los buenos momentos de éxito y victoria. “La pandemia resaltó profundas heridas familiares que implicarían un gran esfuerzo y una cuota de consciencia para sanar; siendo la oportunidad de conocer y reconocer en el otro, aspectos tan simples como el esfuerzo en sus tareas diarias, la responsabilidad con que ejecuta sus labores profesionales o laborales y el afecto que pone en las acciones de cuidado o la destreza en sus quehaceres”, agrega la docente.
Cabe señalar que, en otros casos se hizo más clara la importancia de la familia como red de apoyo emocional y su rol en la consecución de metas personales y/o profesionales, lo cual indica la importancia de una “consciencia emocional” propia que permita desarrollar la empatía.
Relaciones personales y en pareja
Las relaciones conscientes requieren de un trato empático, respetuoso de la emoción y la historia del otro y de las propias emociones, con lo cual no solo hace posible que el otro florezca y se transforme en medio de una situación específica, sino con una renovada flexibilidad y apertura, los efectos transformadores ocurran también en la propia persona.
Es vital revisar los elementos limitantes en la propia historia que se trasladan a la manera de interactuar, adentrándose a las propias emociones para reconocerlas, experimentarlas y posteriormente, resignificarlas y transmutarlas cuando se interactúa con el otro.
Para lograr este tipo de relaciones, la docente asegura que es necesario mantener una consciencia plena que permita expandirla de manera individual y con ello impactar en las relaciones:
El hecho de mantener relaciones sanas implica el saber escuchar e identificar lo propio, reconocerse en ello, y devolver al mundo (o al otro) en dicha interacción, solo lo que le pertenece, aquello que nutre, anima, invita a la reflexión o posibilita la emergencia de aspectos positivos en su vida.
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